Bárbara es una ciudad distópica. En lo corriente, al llegar a ella, un viajero no encuentra diferencia significativa entre las ciudades vecinas de Aldana, Danisa, Luana… y la de Bárbara. La gente va a trabajar temprano —quien tiene trabajo— con las prisas clásicas y la resignación que se encuentran en Yesenia, por citar alguna urbe cercana; bien pronto el mercado se llena de señoras que arrastran carritos vacíos o llenos; las madres corren tras los niños que cruzan las calles jugando y sin mirar, dan las gracias al policía local que corta el tráfico y luego amenazan a los niños con castigos para la salida del colegio que casi nunca cumplen; las calles se desvisten progresivamente del color del cacao y adquieren poco a poco un tono a chocolate con leche para acabar cubriéndose con brillante leche condensada; hay sabor a canela en el centro y a hierro dulce en el extrarradio del polígono industrial. Los sonidos varían desde el fluir de la sangre que circula por la arteria principal a gran velocidad, a los murmullos de su corazón peatonal donde confluyen en algún que otro momento todos y cada uno de sus habitantes. Pero si ese viajero, ese peregrino moderno de la vida urbana permanece más de lo que es necesario, se dará cuenta bien pronto de que la gente vive sus vidas en retales inconexos. Por la mañana el policía corta el tráfico para los niños en las escuelas, por la tarde ese mismo policía juega enfurruñado al mus en la residencia para mayores con los compañeros junto a los que compartirá patio al día siguiente, en la misma escuela o en la guardería. Tal vez después de morirse un día y ser incinerado al siguiente, se case a la semana próxima y por la tarde del mismo día esté naciendo en el hospital de Aria, tal como se sale de Bárbara a mano izquierda. Las madres encuentran a sus hijos ancianos jugando a la petanca en el parque y les llaman para merendar a gritos. Luego, esas mismas madres cuidan de sus padres y les ayudan en los deberes escolares. La fractura de las vidas no ofrece lugar a duda alguna para un visitante observador avezado en relaciones humanas y antropología. Somos una comunidad inusual que reserva su identidad al caprichoso salto involuntario e inconexo del devenir del tiempo. Nada es definitivo, nada es trascendental ni irrepetible. Ni la muerte. No hay pasado ni futuro. Presente es tan solo una palabra. Pero no todos los visitantes se dan cuenta. Para la mayoría, Bárbara es un lugar extraño para vivir en el que la luz es dulce de leche y el sonido es un tacto rugoso y cálido que lo envuelve todo. Un puzle en el que las piezas cambian constantemente de lugar —o debería decir de función—, pues a una escala global nadie es capaz de encontrar diferencias con sus vecinos. Una especie de conjunto azaroso y orgánico que cuida de sí mismo y de sus habitantes olvidando lo más elemental del vivir: el lógico devenir hacia una muerte segura. Mañana escribiré esto. Usted, viajero lector, aún no lo ha leído.
martes, 12 de noviembre de 2013
78/ Bárbara y el tiempo
Bárbara es una ciudad distópica. En lo corriente, al llegar a ella, un viajero no encuentra diferencia significativa entre las ciudades vecinas de Aldana, Danisa, Luana… y la de Bárbara. La gente va a trabajar temprano —quien tiene trabajo— con las prisas clásicas y la resignación que se encuentran en Yesenia, por citar alguna urbe cercana; bien pronto el mercado se llena de señoras que arrastran carritos vacíos o llenos; las madres corren tras los niños que cruzan las calles jugando y sin mirar, dan las gracias al policía local que corta el tráfico y luego amenazan a los niños con castigos para la salida del colegio que casi nunca cumplen; las calles se desvisten progresivamente del color del cacao y adquieren poco a poco un tono a chocolate con leche para acabar cubriéndose con brillante leche condensada; hay sabor a canela en el centro y a hierro dulce en el extrarradio del polígono industrial. Los sonidos varían desde el fluir de la sangre que circula por la arteria principal a gran velocidad, a los murmullos de su corazón peatonal donde confluyen en algún que otro momento todos y cada uno de sus habitantes. Pero si ese viajero, ese peregrino moderno de la vida urbana permanece más de lo que es necesario, se dará cuenta bien pronto de que la gente vive sus vidas en retales inconexos. Por la mañana el policía corta el tráfico para los niños en las escuelas, por la tarde ese mismo policía juega enfurruñado al mus en la residencia para mayores con los compañeros junto a los que compartirá patio al día siguiente, en la misma escuela o en la guardería. Tal vez después de morirse un día y ser incinerado al siguiente, se case a la semana próxima y por la tarde del mismo día esté naciendo en el hospital de Aria, tal como se sale de Bárbara a mano izquierda. Las madres encuentran a sus hijos ancianos jugando a la petanca en el parque y les llaman para merendar a gritos. Luego, esas mismas madres cuidan de sus padres y les ayudan en los deberes escolares. La fractura de las vidas no ofrece lugar a duda alguna para un visitante observador avezado en relaciones humanas y antropología. Somos una comunidad inusual que reserva su identidad al caprichoso salto involuntario e inconexo del devenir del tiempo. Nada es definitivo, nada es trascendental ni irrepetible. Ni la muerte. No hay pasado ni futuro. Presente es tan solo una palabra. Pero no todos los visitantes se dan cuenta. Para la mayoría, Bárbara es un lugar extraño para vivir en el que la luz es dulce de leche y el sonido es un tacto rugoso y cálido que lo envuelve todo. Un puzle en el que las piezas cambian constantemente de lugar —o debería decir de función—, pues a una escala global nadie es capaz de encontrar diferencias con sus vecinos. Una especie de conjunto azaroso y orgánico que cuida de sí mismo y de sus habitantes olvidando lo más elemental del vivir: el lógico devenir hacia una muerte segura. Mañana escribiré esto. Usted, viajero lector, aún no lo ha leído.
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